Ja he mencionat en d'altres vegades el reflex literari que ha trobat el Poble-sec en els llibres de González Ledesma en els quals, sovint, les descripcions sentimentals desvetllen més interès que la pròpia història policíaca. L'any 86, quan l'autor descrivia aquests escenaris decadents, amb nostàlgia, ens trobaven en una mala època pel barri, pel meu gust una de les pitjors: botigues tancades, carrers deserts i sense criatures, delinqüència -autòctona, no havien vingut els immigrants forasters, encara que avui molta gent expliqui mítics passats tranquils- i un Paral·lel que semblava no tenir recuperació possible. Jo crec que ara, en canvi, és una època d'entusiasme i revifalla evident. Més enllà dels records del passat, les aspes del Molino girant -no havien girat mai llevat d'un breu espai de temps a principis dels vuitanta en els quals es va intentar una certa dinamització- esdevenen tot un símbol.
Las calles de Salvá y del Rosal, en el Pueblo Sec barcelonés, están separadas, cuando nacen en la línea del Paralelo, por un par de edificios y un solo centro cívio que además es uno de los vestigios del pasado más importantes de Europa: el Molino. Mezcla de cabaret, café concert, nido de poetas en rigurosa descomposición, lonja de contratación de granos al mayor, aceros de Avilés, tabaco de comiso, coches usados y señoritas en situación de prestar servicio...
El Molino, con sus aspas eternamente inmóviles y su escenario que segurament es el más pequeño del mundo, perteneció también al universo de Méndez, que muchos años antes había prestado eficacísimos servicios de viglancia en él...
El público (del Molino) había cambiado, se manipulaba en solitario (o sea, que no tenía el menor interés en ayudar al prójimo), bebía auténtico Codorniu cava y pagaba al menor requerimiento de los camareros, es decir, era un público carente de emociones, un público que no valía ya tanto la pena. Pero Méndez recordaba muy bien los cuplés de Bella Dorita, que llevaba en su boca la historia del Paralelo, su boca grande, su voz pastosa, que arrastraba en su profundidad toda la alegría y toda la muerte de la noche y de la juventud que pasa (ha venido el electricista/a mirarme el contador/y me ha dicho que lo tengo/muy requtesuperior/sólo le encuentra un defecto/que es muy fácil remediarlo/un agujerito en medio/pero que él puede taparlo). O la despedida de Johnson, hombre –se decía- de varios sexos, rey del Molino soy, llevando el pasado en su mirada perdida...
Recordaba también los primeros tiempos de Escamillo, que un día fue joven y tuvo un chorrro de voz y unos ojos que miraban al cielo, hasta que la profundidad del pequeño escenario lo devoró, lo hizo suyo y del tiempo que no vuelve...
Y la canción canalla de las chicas del conjunto, canción que subía con la luz hasta el humo azul del último palco (la banana pa comerla/hay que quitarle la piel/si usté quiere se la pelo/y se la come después). Y el can-can, apenas tolerado, aquellos años, por la censura oficial, mujeres que enseñaban piernas e interioridades de salón privé; y Lidia, la compalera de Johnson, desvaneciéndose en el vacío, tragada por las noches sin historia; y los muslos de Mary Mont, y el silencio sideral de la calle, cuando el Molino se había cerrado, cuando por el Paralelo ya no pasaba ni un tranvía y en la confluencia de Rosal y Salvá sólo quedaban tres cosas: la soledad de la noche, una vieja en busca de un portal para quemar su último pitillo y una muchacha en busca de un cliente para quemar su última esperanza...
En los buenos tiempos de Méndez, cuando el Paralelo –a pesar de la gran miseria colectiva del barrio- era una fiesta, se desarrollaba ante el Molino, en la pequeña plaza frontera, un activísimo comercio indígena: melones y sandías en verano, café o achicoria calientes, servidos en carritos ambulantes, durante el invierno. En otoño se asentaban las castañeras y en primavera Méndez se situaba allí para ver florecer las niñas que estrenaban culo y a los poetas de mirada perdida que estaban a punto de estrenar inspiración urbana. Parte del activísimo comercio, aunque éste sólo para iniciados, se desarrolló hasta su desaparición en un chiringuito donde los tranviarios tomaban entre dos luces el primer brebaje de la mañana y donde los cobradores a domicilio se derrumbaban a veces, pensando si tabién había que subir escaleras para llegar al paraíso prometido.
La zona de El Molino estaba entonces llena de cafés con clientela a toda prueba (El Rosales, El Español), y de cabarets para hombres audaces (El Sevilla, el Bataclán), pero ahora esos grandes templos de la convivencia ya no existían. Habían sido substituïdos por casas de muebles a plazos y por exposiciones de cocinas todo comprendido, donde una buena esposa tendría el trabajo tan fácil que hasta le quedaría tiempo para ser infiel.